Vivimos en una sociedad que nos exige, nos demanda y nos pide un ritmo rápido y constante. En una sociedad que suponemos cada vez más libre y tolerante y en la que, sin embargo, se nos pide encajar en determinados patrones.
Vivimos en una sociedad en la que entendemos, que cuando uno no se encuentra bien físicamente, debe acudir al médico. Y si sucede que debemos enfrentarnos a una enfermedad leve, grave o incluso crónica, solemos buscar un remedio para la misma, asumiendo que nos ha tocado lidiar con esto.
Sin embargo, también vivimos en una sociedad en la que no ponemos el mismo cuidado ante el sufrimiento o malestar psicológico. Suponemos que el mismo nos lo hemos buscado nosotros y que como tal, uno mismo es responsable de sanar. Y aquí está el fuerte estigma hacia la enfermedad mental: entendemos la enfermedad mental como un sinónimo de “locura” y aunque por suerte cada vez menos, se sigue considerando que ir al psicólogo es “cosa de locos o débiles”.
Sin embargo, tal vez hoy en nuestro país exista un padre que no puede aceptar haber perdido a su hijo en un accidente de tráfico. Nuestro vecino, igual lleva varios meses sin atreverse a salir de casa por si le da un ataque de pánico y a tres manzanas un hombre ha decidido volver a coger el coche tras 9 meses desde aquel accidente que le hizo evitar volver a conducir. En Madrid, Luis se acaba de acabar el vaso de Whisky tras 13 años de abstinencia y en Bilbao, una mujer se culpa por no haber podido evitar que aquel hombre le forzara, porque “quizá no tendría que haberse puesto esa ropa”. En Asturias, un adolescente se siente angustiado porque sus compañeros de clase se ríen de él. En Galicia una persona está pensando cómo quitarse la vida mientras en cualquier otra parte del mundo, seguro que otra persona ya lo ha hecho.
No nos educan para aprender a manejar nuestras emociones. No nos enseñan qué hacer si sentimos dolor ni a no sentirnos culpables por ello. No nos enseñan a gestionar la pérdida de un ser querido u otro tipo de duelo, trauma o enfermedad. No nos informan de que estar tristes o sentirnos mal entra dentro de la normalidad y tampoco nos enseñan a pedir ayuda cuando no sabemos cómo gestionar nuestro malestar por uno mismo.
Sin embargo, debemos entender que ir a terapia es solamente una forma de mejorar nuestro bienestar emocional (igual que vamos al fisio si tenemos contracturas o al nutricionista si queremos mejorar nuestra alimentación), y no debemos tener miedo a decirlo en voz alta, con el orgullo de quien ha sabido detectar un problema y ponerle remedio. Y sobre todo, no percibamos que ir al psicólogo es solo para “débiles o locos”, porque ningún ser humano se salva de librar su propia batalla y “locos”, alguna vez, nos volvemos todos.